lunes, 1 de abril de 2019

LOS OJOS DEL POETA

Nos fascina el David de Miguel Ángel, esos más de cuatro metros de piedra blanca, de mármol portentoso, porque en su mirada se atisba toda la inteligencia puesta al servicio de la tensión del instante: es como si la estatua palpitara, vemos cómo con su mano derecha se aferra a la piedra y con los ojos calibra la distancia y dibuja el golpe certero con que ha de tumbar al gigante invasor y ominoso con su canto. David, el pastor, el poeta, el rey que bailó y cantó desnudo, sin pudor, delante del arca de la alianza. Nos fascinan los ojos del poeta, las manos del guerrero, el canto y su honda.

Así, siempre, la poesía, destronando gigantes a golpe de palabras ciertas, denunciando injusticias con la honda de sus versos y la piedra precisa de sus ritmos, así, aquí y ahora, el poeta, tomando ora la pluma, ora la espada, con inteligencia de amor debela las miserias de este mundo y, con apasionada compasión, pone su arma, el verso, al servicio de los que más lo necesitan.

Antonio Capilla, el poeta, el amigo, nos regala un nuevo libro vibrante y diestro, como la honda de David tras el disparo, un canto apasionado y afilado que, con tino y música, golpea allí donde debe despertar las conciencias dormidas de este fin de ciclo individualista y onfálico al que el consumismo y el egoísmo nos han abocado con su falacia de progreso, de porvenir: ése, como cantaba otro poeta, que así lo llaman porque no viene nunca.

Antonio Capilla mide sus versos, su canto, tensa el brazo de la honda y dispara certero allí donde los medios de comunicación hipnotizan de banalidad las audiencias y culebrean con vanas superficialidades, allí donde los políticos miran a otra parte y sirven con zalemas a sus gigantes económicos, allí donde los ciudadanos, perplejos y ateridos, sofronizados por la propaganda y la mala literatura, esa que no duele, esconden su cabeza bajo el ala de la impotencia adormilada.

Piedra de la honda es un canto al despertar, una canción de albada en el tañer del verso, no para despedir a los amantes, sino para pedir a todas las almas grandes que pueblan el planeta que se unan en contra de la injusticia, que desenchufen los cables y los chips atornillados al cerebro y rompan a pedradas los aparatos de la náusea y la hipnosis, que bajen a las plazas y miren a sus conciudadanos a los ojos y tiendan sus manos a los que cruzan océanos y surcan desiertos en pos de un mundo digno para ellos y sus hijos. Porque el poeta no ignora, y canta orgulloso, que el caudal de sus versos es el amor.

En tiempos de Miguel Ángel sabíamos que el amor es un vínculo, un dios mágico que conecta los cielos con la tierra y a los seres humanos entre sí propiciando, con su silbo, los aires amorosos, los aromas de la fraternidad que impiden el individualista orgullo de medirnos, de sentirnos superiores (puro miedo, ignorancia) frente a la mujer aterida entre cartones (su llaga es la daga del poeta) o la familia que bracea impotente en medio de huracanes.

Canto de despertar, como el kikirikí del gallo al amanecer, invocación al dios Apolo para que propicie una nueva edad de oro, aquella en que no había tuyo ni mío y la palabra, ave libre en el viento, propiciaba la paz de las palomas.

Llegó el tiempo de la siega, nuestro es el campo, es hora de cantar la buena nueva, de separar el trigo de la cizaña: mira a David, venciendo a Goliat con un guijarro.

Lector, contempla el son de estos cantos, estas piedras, estos poemas…, y recuerda que nada humano le es ajeno a sus versos.
Vale.

Ángel García Galiano

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